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domingo, 2 de febrero de 2020


Horacio Quiroga

LA MIEL SILVESTRE


Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce
años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron
en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este
queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la
caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado
particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos
el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus
peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes les
buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con
gran asombro de sus hermanos menores--iniciados también en Julio
Verne--sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.

Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más
formal, a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las
escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal
extremo arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.

Benincasa, habiendo concluído sus estudios de contaduría pública,
sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No que su
temperamento fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico,
gordinflón y de cara uniformemente rosada, en razón de gran bienestar.
En consecuencia, lo suficientemente cuerdo para preferir un té con
leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del
bosque. Pero así como el soltero que fué siempre juicioso, cree de su
deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una
noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa
quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa.
Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos
strom-boot.

Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los
yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el
contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y
sucios contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que
contener el desenfado de su ahijado.

--¿A dónde vas ahora?--le había preguntado sorprendido.

--Al monte; quiero recorrerlo un poco--repuso Benincasa, que acababa
de colgarse el winchester al hombro.

--¡Pero infeliz! no vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si
quieres... O mejor, deja esa arma y mañana te haré acompañar por
un peón.

Benincasa renunció. No obstante, fué hasta la vera del bosque y se
detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las
manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable
maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de
nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.

Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio
de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido,
Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.

Llegaron éstas a la segunda noche--aunque de un carácter singular.

Dormía profundamente, cuando fué despertado por su padrino.

--¡Eh, dormilón! levántate que te van a comer vivo.

Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los
tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su
padrino y dos peones regaban el piso.

--¿Qué hay, qué hay?--preguntó, echándose al suelo.

--Nada... cuidado con los pies; la corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que
llamamos _corrección_. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan
velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras.
Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos,
alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay
animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada
en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente,
pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río
devorador. Los perros aullan, los bueyes mugen, y es forzoso
abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el
esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su
riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten sin embargo a la creolina o droga similar, y como en el
obraje abundaba aquella, antes de una hora quedó libre de la
corrección.

Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de la
mordedura.

--Pican muy fuerte, realmente--dijo sorprendido, levantando la cabeza
a su padrino.

Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no
respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la
invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la
noche por pesadillas tropicales.

Al día siguiente se fué al monte, esta vez con un machete, pues había
concluído por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho
más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su
acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas,
azotarse la cara y cortarse las botas, todo en uno.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la
impresión--exacta por lo demás--de un escenario visto de día. De la
bullente vida tropical, no hay más que el teatro helado; ni un animal,
ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo
zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco,
diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con
cautela, y vió en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras,
del tamaño de un huevo.

--Esto es miel--se dijo el contador público con íntima gula.--Deben de
ser bolitas de cera, llenas de miel...

Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después
de un momento de desencanto, pensó en el fuego: levantaría una buena
humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba
cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran
en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y
oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya
liviana, se clarificó en milífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos
animalitos!

En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y
alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las
abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían
polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de
sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía
distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a
resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa
miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!

Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían
útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal
goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que
agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la
boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en
pesado hilo hasta la lengua del contador.

Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de
Benincasa. Fué inútil que prolongara la suspensión y mucho más que
repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.

Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había
mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos,
Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el
suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el
vaivén del paisaje.

--Qué curioso mareo...--pensó el contador--y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer
de nuevo sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las
piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las
manos le hormigueaban.

--¡Es muy raro, muy raro, muy raro!--se repitió estúpidamente
Benincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.--Como
si tuviera hormigas... la corrección--concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

--¡Debe de ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de
terror; no había podido ni aún moverse. Ahora la sensación de plomo y
el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de
morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le
cohibió todo medio de defensa.

--¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡Ya no
puedo mover la mano!...

En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de
garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su
angustia cambió de forma.

--¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...

Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él,
dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba.
Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba
vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la
corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia, la
posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto
lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra
la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado
río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora
oscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, el
río de hormigas carnívoras que subían.

       *       *       *       *       *

Su padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula de
carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que
merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron
suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o
paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan
en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los
casos su condición--tal el dejo a resina de eucalipto  que creyó sentir
Benincasa.

HORACIO QUIROGA
EL LOBISÓN
Una noche en que no teníamos sueño, salimos afuera y nos sentamos. El triste silencio del campo plateado por la luna se hizo al fin tan cargante que dejamos de hablar, mirando vagamente a todos lados. De pronto Elisa volvió la cabeza.
—¿Tiene miedo? —le preguntamos.
—¡Miedo! ¿De qué?
—¡Tendría que ver! —se rió Casacuberta—. A menos...
Esta vez todos sentimos ruido. Dingo, uno de los perros que dormían, se había levantado sobre las patas delanteras, con un gruñido sordo. Miraba inmóvil, las orejas paradas.
—Es en el ombú —dijo el dueño de casa, siguiendo la mirada del animal. La sombra negra del árbol, a treinta metros, nos impedía ver nada. Dingo se tranquilizó.
—Estos animales son locos —replicó Casacuberta—, tienen particular odio a las sombras...
Por segunda vez el gruñido sonó, pero entonces fue doble. Los perros se levantaron de un salto, tendieron el hocico, y se lanzaron hacia el ombú, con pequeños gemidos de premura y esperanza. Enseguida sentimos las sacudidas de la lucha.
Las muchachas dieron un grito, las polleras en la mano, prontas para correr.
—Debe ser un zorro: ¡por favor, no es nada! ¡toca, toca! —animó Casacuberta a sus perros. Y conmigo y Vivas corrió al campo de batalla. Al llegar, un animal salió a escape, seguido de los perros.
—¡Es un chancho de casa! —gritó aquél riéndose. Yo también me reí. Pero Vivas sacó rápidamente el revólver, y cuando el animal pasó delante de él, lo mató de un tiro.
Con razón esta vez, los gritos femeninos fueron tales, que tuvimos necesidad de gritar a nuestro turno explicándoles lo que había pasado. En el primer momento Vivas se disculpó calurosamente con Casacuberta, muy contrariado por no haberse podido dominar. Cuando el grupo se rehizo, ávido de curiosidad, nos contó lo que sigue. Como no recuerdo las palabras justas, la forma es indudablemente algo distinta.
—Ante todo —comenzó— confieso que desde el primer gruñido de Dingo preví lo que iba a pasar. No dije nada, porque era una idea estúpida. Por eso cuando lo vi salir corriendo, una coincidencia terrible me tentó y no fui dueño de mí. He aquí el motivo.
Pasé, hace tiempo, marzo y abril en una estancia del Uruguay, al norte. Mis correrías por el monte familiarizándome con algunos peones, no obstante la obligada prevención a mi facha urbana. Supe así un día que uno de los peones, alto, amarillo y flaco, era lobisón. Ustedes tal vez no lo sepan: en el Uruguay se llamaba así a un individuo que de noche se transforma en perro o cualquier bestia terrible, con ideas de muerte.
De vuelta a la estancia fui al encuentro de Gabino, el peón aludido. Le hice el cuento y se rió. Comentamos con mil bromas el cargo que pesaba sobre él. Me pareció bastante más inteligente que sus compañeros. Desde entonces éstos desconfiaron de mi inocente temeridad. Uno de ellos me lo hizo notar, con su sonrisita compasiva de campero:
—Tenga cuidao, patrón...
Durante varios días lo fastidié con bromas al terrible huésped que tenían. Gabino se reía cuando lo saludaba de lejos con algún gesto demostrativo.
En la estancia, situado exactamente como éste, había un ombú. Una noche me despertó la atroz gritería de los perros. Miré desde la puerta y los sentí en la sombra del árbol destrozando rabiosamente a un enemigo común. Fui y no hallé nada. Los perros volvieron con el pelo erizado.
Al día siguiente los peones confirmaron mis recuerdos de muchacho: cuando los perros pelean a alguna cosa en el aire, es porque el lobisón invisible está ahí.
Bromeé con Gabino.
—¡Cuidado! Si los bull-terriers lo pescan, no va a ser nada agradable.
—¡Cierto! —me respondió en igual tono—. Voy a tener que fijarme.
El tímido sujeto me había cobrado cariño sin enojarse remotamente por mis zonceras. Él mismo a veces abordaba el tema para oírme hablar y reírse hasta las lágrimas.
Un mes después me invitó a su casamiento; la novia vivía en el puesto de la estancia lindera. Aunque no ignoraban allá la fama de Gabino, no creían, sobre todo ella.
—No cree —me dijo maliciosamente. Ya lejos, volvió la cabeza y se rió conmigo.
El día indicado marché; ningún peón quiso ir. Tuve en el puesto el inesperado encuentro de los dueños de la estancia, o mejor dicho, de la madre y sus dos hijas, a quienes conocía. Como el padre de la novia era hombre de toda confianza, habían decidido ir, divirtiéndose con la escapatoria. Les conté la terrible aventura que corría la novia con tal marido.
—¡Verdad! ¡La va a comer, mamá! ¡La va a comer! —rompieron las muchachas. —¡Qué lindo! ¡Va a pelear con los perros! ¡Los va a comer a todos! —palmoteaban alegremente.
En ese tono ya, proseguimos forzando la broma hasta tal punto que, cuando los novios se retiraron del baile, nos quedamos en silencio, esperando. Fui a decir algo, pero las muchachas se llevaron el dedo a la boca.
Y de pronto un alarido de terror salió del fondo del patio. Las muchachas lanzaron un grito, mirándome espantadas. Los peones oyeron también y la guitarra cesó. Sentí una llamarada de locura, como una fatalidad que hubiera estado jugando conmigo mucho tiempo. Otro alarido de terror llegó, y el pelo se me erizó hasta la raíz. Dije no sé qué a las mujeres despavoridas y me precipité locamente. Los peones corrían ya. Otro grito de agonía nos sacudió, e hicimos saltar la puerta de un empujón; sobre el catre, a los pies de la pobre muchacha desmayada, un chancho enorme gruñía. Al vernos saltó al suelo, firme en las patas, con el pelo erizado y los bellos retraídos. Miró rápidamente a todos y al fin fijó los ojos en mí con una expresión de profunda rabia y rencor. Durante cinco segundos me quemó con su odio. Precipitóse enseguida sobre el grupo, disparando al campo. Los perros lo siguieron mucho tiempo.
Éste es el episodio; claro es que ante todo está la hipótesis de que Gabino hubiera salido por cualquier motivo, entrando en su lugar el chancho. Es posible. Pero les aseguro que la cosa fue fuerte, sobre todo con la desaparición para siempre de Gabino.
Este recuerdo me turbó por completo hace un rato, sobre todo por una coincidencia ridícula que ustedes habrán notado; a pesar de las terribles mordidas de los perros —y contra toda su costumbre— el animal de esta noche no gruñó ni gritó una sola vez.

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