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miércoles, 29 de febrero de 2012

COSMOVISIÓN REALISTA 
(apuntes de la clase)
 
HORACIO QUIROGA 
(apuntes de la clase)



ROMANCE DE HORACIO QUIROGA
Autor: Fernán Silva Valdés

Horacio Quiroga, el raro;

Horacio Quiroga, el fuerte;
te fuiste un día a los bosques
a vivir entre serpientes,
a atisbar lunas menguantes,
a orejear soles nacientes.


A esa selva cerrada

-país de los “misioneros”-
como a un cofre milenario
tú le robaste el secreto,
pues le copaste el tesoro
que se llamaba Misterio.


Horacio Quiroga: extraño

santón de la barba entera;
amansador de “anacondas”
con voz grave de caverna;
los cóndores te enseñaron
lo que hay más allá del cielo;
los tucutucos, lo que hay
más abajo de la tierra;
supiste hablar con las aves,
supiste hablar con las fieras,
con los reptiles monstruosos
rayados como panteras.


Tu palabra era desnuda

como la carne o la yerba;
así te entendieron todos
los que habitaban la selva,
desde el león hasta el viento,
del chajá a la comadreja.


Te prestó el urutaú

su grito de ánima en pena,
y lo pusiste en tus cuentos
como un abrojo en la jerga.


Te dio el caburé su arte

para atraer las culebras,
y a las víboras domaste,
que para eso eran hembras.


Todos en torno a tus barbas

de agrio santo de madera;
todos en torno a tu voz
de hombre de la edad de piedra;
todos en torno a tus ojos
de cachimbas misioneras,
desde el tigre al picaflor,
desde el viento a la centella
fueron cediendo a tu embrujo,
fueron cediendo a tu yerba
como a un San Francisco criollo
tallado en hueso y en cerda...
¡Solo nosotros –hermano-
tuvimos lerda la oreja!


Actividades para el poema:
1. Buscar en el diccionario las palabras que se desconozcan.
2. ¿Qué calificativos aplica el poeta a Quiroga? Explicar por qué?
3. ¿A qué costumbres del escritor aluden estos versos: " a atisbar lunas menguantes/ a orejear soles nacientes"?
4. ¿A qué características del estilo de Quiroga hace referencia la estrofa que comienza: "Tu palabra era desnuda..."?
5. ¿A qué aspectos de la temática de los cuentos de Quiroga alude esta estrofa: "Te prestó el urutaú..."?
6. En los dos últimos versos el poeta se incluye junto a los contemporáneos del escritor y extrae una comprometida conclusión, ¿cuál es?






A la deriva
[Cuento. Texto completo]
Horacio Quiroga
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
FIN









1. Caña: Aguardiente destilado de la caña de azúcar.


Guía para el cuento "A la deriva":


1. Señalar en qué persona está narrado el cuento y qué tipo de narrador tiene?
2. Mencionar a los personajes del cuento. ¿Quién es el protagonista?
3. Caracterizar el lugar en el que transcurren los hechos.
4. ¿Qué complicaciones se le presentan al protagonista?¿ Cómo las resuelve?
5. Marcar en el cuento alusiones a la muerte.
6. Explicar el significado del título.
7. ¿Cuál es el tema del cuento? Justificar.



El hijo
[Cuento. Texto completo]
Horacio Quiroga
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne... -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
-Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? -murmura aún el primero.
-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá... -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

FIN


Guía para el cuento "El hijo":

1. Señalar en qué persona está narrado el cuento y qué tipo de narrador tiene?
2. determinar el tiempo de la historia.
3. caracterizar el lugar en el que transcurre la historia.
4. Mencionar a los personajes del cuento e indicar su relación.
5. "Los personajes de Quiroga suelen ser víctimas de las fuerzas de la naturaleza", explicar esta afirmación según lo ocurrido en el cuento.
6. relacionar los conceptos de  PELIGRO-ALUCINACIONES-FATALIDAD presentes en el cuento.


CUENTO PARA LA EVALUACIÓN.
Las moscas
[Cuento. Texto completo.]
Horacio Quiroga
Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.
FIN

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